domingo, 12 de octubre de 2025

El asalto fantasma

 



Era una fría mañana de diciembre. Carla se dirigía al banco temprano, con la piel endurecida por el viento que se colaba por cada rincón de su cuerpo. No llevaba bien el invierno, menos aún en aquella región de interior. Empujó la pesada puerta metálica y entró. Se dejó abrigar por el calor y esperó su turno.

Una mano se posó sobre su hombro. Al girarse vio al director.

—Perdone, Carla, no quería sobresaltarla. Quería hablarle sobre unos productos muy ventajosos. ¿La pillo en mal momento?

—Bueno, antes me gustaría sacar algo de dinero. No hay prisa, ¿verdad?

—¡No! Claro. Pero el tiempo es oro. Venga conmigo, la ayudo en el cajero y así evita la cola.

El director la acompañó al cajero, le indicó los pasos y luego la condujo a su despacho. Le ofreció un café de máquina.

—¿Capuchino o café expreso?

—Capuchino, gracias.

—¡Marchando! —sonrió mostrando una hilera perfecta de dientes blancos.

Con los cafés sobre la mesa, Braulio, director avezado del banco, desplegó su talento. Costaba distinguir dónde terminaba su amabilidad y empezaba la estrategia. Te hacía sentir tan a gusto, que perdías la perspectiva de no ser porque te encontrabas envuelto en cifras y ganancias.

—Pues bien, Carla. He de confesarle que me preocupaba no tener algo lo suficientemente bueno para ofrecerle. Su dinero se devalúa con rapidez. Los intereses actuales son ridículos. No debemos permitir que siga perdiendo más.

—¿Qué me ofrece?

—Un producto de alta rentabilidad y riesgo cero. Se ajusta a su perfil. He pensado en usted como clienta prioritaria.

—No soy de arriesgar. Son los ahorros de mi vida.

—Precisamente por eso. Misma seguridad que un depósito fijo, pero con un 7% mínimo y hasta un 15% máximo.

—Pero no serán acciones… ¿verdad? —preguntó Carla mientras le lanzaba una mirada inquisitiva.

—No. Son preferentes. No cotizan en bolsa. Son seguras.

—¿Me lo garantiza?

—Le doy mi palabra, Carla.

—¿Y si por alguna razón necesitase sacar mi dinero? ¿Podría hacerlo?

—Sin problemas. Sólo tendría que decírmelo con tiempo. Le doy mi palabra.

—Si es así, confío en usted.

—Entonces, trato hecho.

En dos días, la documentación estuvo firmada. Carla retomó su rutina. Llevaba cinco años en aquel pueblo, integrada y querida, aunque a veces añoraba su Provenza natal. Contaba que se habían instalado allí por motivos de salud de su marido.

Dos semanas después, un vecino intentó recuperar su inversión al oír rumores. No pudo. Necesitaba compradores y las preferentes estaban por los suelos. Si vendía, perdía mucho dinero. Fuera de sí empezó a hablar con unos y con otros, y el rumor corrió como la pólvora. Más de medio pueblo había caído en la trampa. Los vecinos acudieron en masa al banco, indignados.

Braulio se sintió acorralado. Su corazón amenazaba con estallarle allí mismo. Tragaba saliva y le costaba articular un discurso decente para salir ileso. Se oyó a sí mismo diciendo frases que nunca pensó que saldrían de sus labios.

 <<lo siento. No sabía que esto pudiera ocurrir. Mi familia también está afectada. Pensaba que era un buen producto. Yo soy el primero que lo lamenta…>>.

Pero sus palabras rebotaban contra rostros furiosos. Al cierre, se quedó solo, temblando con un nudo en el estómago, sintiendo frío y calor al mismo tiempo. Después de una hora en la que se consumió a sí mismo, decidió salir. Le pesaba todo el cuerpo, y caminó medio arrastrándose a su casa.

Los pensamientos se arremolinaban en su cabeza entremezclados con imágenes de rostros enfadados y palabras hirientes. No recordaba en su vida ningún día tan terrible. “Infierno en vida”, pensó. Rememoró cómo había empezado. Había recibido órdenes de “colocar” productos: cifras, cuotas, amenazas veladas. Hizo de tripas corazón y se convenció a sí mismo de que eran una buena oferta para sus vecinos. Ahora se arrepentía. Estaba solo y desamparado.

Nubes negras y una angustia lacerante oprimían su pecho y nublaban su mente. Durante una semana entera se alargó la agonía: no dormía, apenas comía y unas ojeras cada vez más pronunciadas surcaban su rostro. Un miedo pegajoso lo acompañaba como una sombra.

Una noche, al tirar la basura, no vio un coche negro aparcado. No le dio tiempo a reaccionar. Lo agarraron por detrás, le cubrieron la cabeza con una bolsa y lo metieron en el maletero. Estaba muerto de miedo y quería morirse al mismo tiempo. Sentía el duro traqueteo del coche clavándosele en los costados. Después de un largo rato, el coche paró. Oyó el desagradable chirrido de una puerta que se abría. A continuación, sintió que abrían el maletero.

Sin decirle nada, lo sacaron entre varios y lo arrastraron hacia algún lugar en la oscuridad de la noche. Notó que lo sentaban en una fría silla de metal. Lo dejaron a solas sin decir ni una sola palabra. La angustia, la espera y el tiempo parecían estirarse hasta hacerse eternos. Deseó que todo acabase cuanto antes. Un certero disparo en la sien que lo librase del calvario. No se atrevía a moverse, respiraba con dificultad y notaba los latidos de su corazón acelerarse en todos los puntos de su cuerpo. Una frase taladró su mente: “quiero morirme ya”.

El esplendor de un potente foco atravesó la sarga negra que cubría su cabeza. Oyó unos pasos que se aproximaban. Le arrancaron la bolsa de un tirón. Deslumbrado, parpadeó para acomodar sus ojos al chorro de luz. Lo primero que acertó a ver fue un rostro que le resultaba familiar.

—Ca… Carla… ¿tú? —acertó a balbucear confundido.

—¡Sí! ¿Te resulta más fácil engañar a una viejecita?

—Yo no… imaginaba…

—No imaginabas que una viejita pudiera ser capo de la mafia, ¿verdad?

La mirada de Carla lo traspasó como el acero. Si antes creía y deseaba estar muerto, ya no le cabía la menor duda. Carla lo miraba impasible. Parecía regocijarse, viéndolo sufrir mientras retorcía sus muñecas doloridas y oprimidas por la brida.

—Tú me diste tu palabra. Mi padre me enseñó el valor del honor. Tú no tienes ni palabra ni honor —se inclinó hacia él—. ¡Eres basura!

—Por favor… haré lo que sea.

—¿Devolver el dinero?

—No puedo.

—Entonces elige. Podemos cortarte en trocitos y, luego, disolver tus restos en una bañera con ácido. Un poco engorroso, la verdad. También, podemos hacerte un pijama de cemento. Estarías bien hasta que el cemento empezase a endurecerse, y estalles por dentro. La última opción es un viajecito en maletero hasta la costa para dormir con los peces dentro de un saco de plástico. Elige: troceado y disuelto, pijama de cemento o dormir con los peces.

Braulio temblaba de arriba abajo. Los dientes le castañeaban como si fueran a romperse. Le faltaba el aire. Quería hablar, pero no podía: sus pensamientos estaban revueltos y no era capaz de articular palabra. Carla lo miró con una dureza que lo heló por dentro.

—Ponedle el saco, cortadlo en trocitos y llenad la bañera.

Carla salió. Al arrancar el coche, oyó el sonido de la motosierra. Eran las dos de la mañana. Aún le quedaban unas horas de sueño.

Al amanecer, los vecinos encontraron la sucursal abierta. Demasiado temprano. Todavía quedaba una hora y media para su apertura. Braulio estaba maniatado en una silla, con la mirada perdida. A su lado, dos carteles.

Uno decía:

“Afectados por las preferentes: entren y recuperen su dinero. Por favor, de manera ordenada y cada uno, lo suyo. No somos ladrones”.

Y otro:

“Director en paro busca trabajo lejos de la banca”

Recuperaron su dinero antes de que llegaran los empleados. Cuando Braulio volvió en sí, habló de mafias, motosierras y bolsas negras. Nadie le creyó. La policía no tuvo testigos: más de medio pueblo estaba implicado. Los titulares hablaron de asalto fantasma al banco.

Braulio se fue del pueblo y nunca se supo más de él. Algunos dicen que terminó recluido en un psiquiátrico.

Cuando todo se calmó, los vecinos organizaron una fiesta en el hogar del pensionista. Entre sonrisas y champán celebraron que habían recuperado su dinero.

—Carla, dabas miedo. Parecías un capo auténtico.

—Bueno... se lo tragó.

—Lo mejor fue su cara al oír la motosierra —dijo uno—. Se orinó encima.

—A mí me da lástima —murmuró Carla.

—Él se lo buscó —replicó una anciana en silla de ruedas—. Confiamos en él y nos engañó.

—Es lo que tiene obedecer órdenes injustas —sentenció Carla.

El teléfono de Carla sonó. Salió fuera para recibir la llamada. Una voz con acento italiano se oyó desde el otro lado.

—Jefa, ¿todo bien? Nos hemos enterado de lo que ha pasado con el banco. ¿Por qué no nos ha dicho nada?

—Todo está controlado, Gabriele. Tengo que colgar.

Dentro la fiesta seguía. Alguien descorchó una botella burbujeante.

—¡Un brindis por la mafia italiana! —exclamó uno de los vecinos mientras elevaba su copa.

Todos brindaron entrechocando sus copas. Desde entonces, se supieron unidos por un secreto.

@ana.escritora.terapeuta

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El asalto fantasma

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