Era
una fría mañana de diciembre. Carla se dirigía al banco temprano, con la piel
endurecida por el viento que se colaba por cada rincón de su cuerpo. No llevaba
bien el invierno, menos aún en aquella región de interior. Empujó la pesada
puerta metálica y entró. Se dejó abrigar por el calor y esperó su turno.
Una
mano se posó sobre su hombro. Al girarse vio al director.
—Perdone,
Carla, no quería sobresaltarla. Quería hablarle sobre unos productos muy
ventajosos. ¿La pillo en mal momento?
—Bueno,
antes me gustaría sacar algo de dinero. No hay prisa, ¿verdad?
—¡No!
Claro. Pero el tiempo es oro. Venga conmigo, la ayudo en el cajero y así evita
la cola.
El
director la acompañó al cajero, le indicó los pasos y luego la condujo a su
despacho. Le ofreció un café de máquina.
—¿Capuchino
o café expreso?
—Capuchino,
gracias.
—¡Marchando!
—sonrió mostrando una hilera perfecta de dientes blancos.
Con
los cafés sobre la mesa, Braulio, director avezado del banco, desplegó su
talento. Costaba distinguir dónde terminaba su amabilidad y empezaba la
estrategia. Te hacía sentir tan a gusto, que perdías la perspectiva de no ser
porque te encontrabas envuelto en cifras y ganancias.
—Pues
bien, Carla. He de confesarle que me preocupaba no tener algo lo
suficientemente bueno para ofrecerle. Su dinero se devalúa con rapidez. Los intereses
actuales son ridículos. No debemos permitir que siga perdiendo más.
—¿Qué
me ofrece?
—Un
producto de alta rentabilidad y riesgo cero. Se ajusta a su perfil. He pensado
en usted como clienta prioritaria.
—No
soy de arriesgar. Son los ahorros de mi vida.
—Precisamente
por eso. Misma seguridad que un depósito fijo, pero con un 7% mínimo y hasta un
15% máximo.
—Pero
no serán acciones… ¿verdad? —preguntó Carla mientras le lanzaba una mirada
inquisitiva.
—No.
Son preferentes. No cotizan en bolsa. Son seguras.
—¿Me
lo garantiza?
—Le
doy mi palabra, Carla.
—¿Y
si por alguna razón necesitase sacar mi dinero? ¿Podría hacerlo?
—Sin
problemas. Sólo tendría que decírmelo con tiempo. Le doy mi palabra.
—Si
es así, confío en usted.
—Entonces,
trato hecho.
En dos
días, la documentación estuvo firmada. Carla retomó su rutina. Llevaba cinco
años en aquel pueblo, integrada y querida, aunque a veces añoraba su Provenza natal.
Contaba que se habían instalado allí por motivos de salud de su marido.
Dos
semanas después, un vecino intentó recuperar su inversión al oír rumores. No
pudo. Necesitaba compradores y las preferentes estaban por los suelos. Si
vendía, perdía mucho dinero. Fuera de sí empezó a hablar con unos y con otros,
y el rumor corrió como la pólvora. Más de medio pueblo había caído en la trampa.
Los vecinos acudieron en masa al banco, indignados.
Braulio
se sintió acorralado. Su corazón amenazaba con estallarle allí mismo. Tragaba
saliva y le costaba articular un discurso decente para salir ileso. Se oyó a sí
mismo diciendo frases que nunca pensó que saldrían de sus labios.
<<lo siento. No sabía que esto pudiera
ocurrir. Mi familia también está afectada. Pensaba que era un buen producto. Yo
soy el primero que lo lamenta…>>.
Pero
sus palabras rebotaban contra rostros furiosos. Al cierre, se quedó solo, temblando
con un nudo en el estómago, sintiendo frío y calor al mismo tiempo. Después de
una hora en la que se consumió a sí mismo, decidió salir. Le pesaba todo el
cuerpo, y caminó medio arrastrándose a su casa.
Los
pensamientos se arremolinaban en su cabeza entremezclados con imágenes de
rostros enfadados y palabras hirientes. No recordaba en su vida ningún día tan
terrible. “Infierno en vida”, pensó. Rememoró cómo había empezado. Había
recibido órdenes de “colocar” productos: cifras, cuotas, amenazas veladas. Hizo
de tripas corazón y se convenció a sí mismo de que eran una buena oferta para
sus vecinos. Ahora se arrepentía. Estaba solo y desamparado.
Nubes
negras y una angustia lacerante oprimían su pecho y nublaban su mente. Durante
una semana entera se alargó la agonía: no dormía, apenas comía y unas ojeras
cada vez más pronunciadas surcaban su rostro. Un miedo pegajoso lo acompañaba
como una sombra.
Una
noche, al tirar la basura, no vio un coche negro aparcado. No le dio tiempo a
reaccionar. Lo agarraron por detrás, le cubrieron la cabeza con una bolsa y lo
metieron en el maletero. Estaba muerto de miedo y quería morirse al mismo
tiempo. Sentía el duro traqueteo del coche clavándosele en los costados.
Después de un largo rato, el coche paró. Oyó el desagradable chirrido de una
puerta que se abría. A continuación, sintió que abrían el maletero.
Sin
decirle nada, lo sacaron entre varios y lo arrastraron hacia algún lugar en la
oscuridad de la noche. Notó que lo sentaban en una fría silla de metal. Lo
dejaron a solas sin decir ni una sola palabra. La angustia, la espera y el
tiempo parecían estirarse hasta hacerse eternos. Deseó que todo acabase cuanto
antes. Un certero disparo en la sien que lo librase del calvario. No se atrevía
a moverse, respiraba con dificultad y notaba los latidos de su corazón
acelerarse en todos los puntos de su cuerpo. Una frase taladró su mente: “quiero
morirme ya”.
El esplendor
de un potente foco atravesó la sarga negra que cubría su cabeza. Oyó unos pasos
que se aproximaban. Le arrancaron la bolsa de un tirón. Deslumbrado, parpadeó
para acomodar sus ojos al chorro de luz. Lo primero que acertó a ver fue un
rostro que le resultaba familiar.
—Ca…
Carla… ¿tú? —acertó a balbucear confundido.
—¡Sí!
¿Te resulta más fácil engañar a una viejecita?
—Yo no…
imaginaba…
—No
imaginabas que una viejita pudiera ser capo de la mafia, ¿verdad?
La
mirada de Carla lo traspasó como el acero. Si antes creía y deseaba estar
muerto, ya no le cabía la menor duda. Carla lo miraba impasible. Parecía
regocijarse, viéndolo sufrir mientras retorcía sus muñecas doloridas y
oprimidas por la brida.
—Tú
me diste tu palabra. Mi padre me enseñó el valor del honor. Tú no tienes ni
palabra ni honor —se inclinó hacia él—. ¡Eres basura!
—Por
favor… haré lo que sea.
—¿Devolver
el dinero?
—No
puedo.
—Entonces
elige. Podemos cortarte en trocitos y, luego, disolver tus restos en una bañera
con ácido. Un poco engorroso, la verdad. También, podemos hacerte un pijama de
cemento. Estarías bien hasta que el cemento empezase a endurecerse, y estalles
por dentro. La última opción es un viajecito en maletero hasta la costa para
dormir con los peces dentro de un saco de plástico. Elige: troceado y disuelto,
pijama de cemento o dormir con los peces.
Braulio
temblaba de arriba abajo. Los dientes le castañeaban como si fueran a romperse.
Le faltaba el aire. Quería hablar, pero no podía: sus pensamientos estaban
revueltos y no era capaz de articular palabra. Carla lo miró con una dureza que
lo heló por dentro.
—Ponedle
el saco, cortadlo en trocitos y llenad la bañera.
Carla
salió. Al arrancar el coche, oyó el sonido de la motosierra. Eran las dos de la
mañana. Aún le quedaban unas horas de sueño.
Al
amanecer, los vecinos encontraron la sucursal abierta. Demasiado temprano.
Todavía quedaba una hora y media para su apertura. Braulio estaba maniatado en
una silla, con la mirada perdida. A su lado, dos carteles.
Uno
decía:
“Afectados por las preferentes: entren y
recuperen su dinero. Por favor, de manera ordenada y cada uno, lo suyo. No
somos ladrones”.
Y
otro:
“Director en paro busca trabajo lejos de
la banca”
Recuperaron
su dinero antes de que llegaran los empleados. Cuando Braulio volvió en sí,
habló de mafias, motosierras y bolsas negras. Nadie le creyó. La policía no
tuvo testigos: más de medio pueblo estaba implicado. Los titulares hablaron de
asalto fantasma al banco.
Braulio
se fue del pueblo y nunca se supo más de él. Algunos dicen que terminó recluido
en un psiquiátrico.
Cuando
todo se calmó, los vecinos organizaron una fiesta en el hogar del pensionista.
Entre sonrisas y champán celebraron que habían recuperado su dinero.
—Carla,
dabas miedo. Parecías un capo auténtico.
—Bueno...
se lo tragó.
—Lo
mejor fue su cara al oír la motosierra —dijo uno—. Se orinó encima.
—A
mí me da lástima —murmuró Carla.
—Él
se lo buscó —replicó una anciana en silla de ruedas—. Confiamos en él y nos
engañó.
—Es
lo que tiene obedecer órdenes injustas —sentenció Carla.
El teléfono
de Carla sonó. Salió fuera para recibir la llamada. Una voz con acento italiano
se oyó desde el otro lado.
—Jefa,
¿todo bien? Nos hemos enterado de lo que ha pasado con el banco. ¿Por qué no
nos ha dicho nada?
—Todo
está controlado, Gabriele. Tengo que colgar.
Dentro
la fiesta seguía. Alguien descorchó una botella burbujeante.
—¡Un
brindis por la mafia italiana! —exclamó uno de los vecinos mientras elevaba su
copa.
Todos
brindaron entrechocando sus copas. Desde entonces, se supieron unidos por un
secreto.
@ana.escritora.terapeuta
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